4° DOMINGO DE ADVIENTO (A)
Provincia Mercedaria
de Chile

4° DOMINGO DE ADVIENTO (A)

Viernes 16 de Diciembre, 2022

 


“NOS DISTE, SEÑOR, A TU PROPIO HIJO COMO PRECIO DE NUESTRA REDENCIÓN”.                                                                                                                                                       Ya entramos a la segunda fase del Adviento, tiempo de gracia inconmensurable, a partir del 17 y hasta el 24 de diciembre. Su objetivo es orientarnos hacia la celebración del nacimiento histórico de Cristo que recordaremos desde las primeras vísperas del Nacimiento de Jesús, es decir, desde la caída del sol del sábado 24. Así se abrirá el tiempo especial del gozo navideño con la llamada Misa de NOCHEBUENA, la que por razones de seguridad de los fieles participantes se celebra horas antes de la medianoche.                                                                                                                                    Y como al empezar el Tiempo de Adviento advertimos que la liturgia acentúa dos momentos importantísimos de las dos Venidas de Cristo, a saber, la segunda y última Venida del Señor al final de los tiempos que la teología cristiana conoce como la Parusía o segunda venida de Cristo, cuando venga a juzgar nuestra vida. Entonces vendrá como Rey victorioso y Juez de vivos y de muertos. Este fue el acento de la Palabra de Dios, escuchada, meditada y celebrada en las dos primeras semanas de Adviento.                                                                                                                   Ahora, en estas dos últimas semanas, tercera y cuarta, la Palabra de Dios nos ayuda a entrar “en puntillas”, para prepararnos más intensamente y celebrar la primera venida del Señor Jesús, es decir, su nacimiento histórico, su venida en la humildad de nuestra carne, de nuestra mismísima humanidad. “Y el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros”, es la formulación más extraordinaria que usamos para decir, con el alma y el corazón, que “Dios se ha hecho hombre y vivió entre nosotros”. ¿Habrá algo más sublime y la expresión más sencilla que sea posible imaginar como nuestra propia naturaleza humana? Aunque el misterio de la encarnación de Dios y su manifestación en la sencillez y humildad de una vida humana corriente, no nos cabe siquiera pensarlo; sin embargo, “para Dios no hay nada imposible”. Todavía peregrinos “lejos de la patria definitiva”, sólo la fe nos hace entrar “en puntillas y a pie descalzo” en el misterio mismo de Dios “hecho hombre”, “encarnado”, “humanado”. Si el domingo pasado la mirada se centró en Juan Bautista que, desde la cárcel, envía discípulos a preguntar a Jesús sobre su identidad mesiánica, este cuarto domingo de adviento nos invita a centrar la mirada en José “que decidió separarse de María en secreto” porque no quería denunciarla. Pero José era justo y acoge la voluntad de Dios manifestada por el ángel que  en sueños le comunicó el misterio que envuelve a María su esposa: “pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo”. Y José cuando despierta obedece a Dios recibiendo a María su esposa. No cabe duda que la actitud de José es la del creyente, muy opuesta a la del rey Acaz que rechaza pedir una señal a Dios como se lo indicaba el profeta Isaías como nos recuerda la primera lectura de este domingo.

                 Demos gracias a Dios que nos ha concedido este tiempo de gracia que nos permite unirnos a los coros de los ángeles y la alegría de los pastores que cantan y saludan al Niño Dios nacido en Belén. Que Jesús nos despierte del sueño, del letargo y de la brumosa realidad en la que nos sumergimos. Encendamos la luz de la fe en nuestros corazones para que podamos ver el inmenso amor de Dios por nosotros manifestado en el nacimiento del Sol de Justicia, Jesús de Nazaret.

PALABRA DE VIDA

Is 7, 10-14           Le pondrá por nombre Emanuel.                                                                                           

Sal 23, 1-6                Va a entrar el Señor, el rey de la gloria.                                                              

Rom 1, 1-7          Pablo, servidor de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol                                                      

Mt 1,18-24          José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado.

                Hoy encendemos nuestro cuarto cirio de la corona de adviento y así entramos a la última semana de este tiempo litúrgico tan hermoso y tan necesario. Y la Palabra de Dios nos acerca al misterio de la encarnación del Verbo Eterno del Padre. Dios se hace hombre, tomando nuestra propia condición humana, habita entre nosotros, asume nuestra existencia humana histórica y finita y desde aquí, desde su encarnación, Dios nos redime. La Palabra nos interpela hoy con fuerza porque nos pregunta si verdaderamente nos parecemos a José, esposo de María, o nos identificamos con el rey Acaz, o nos sentimos cercanos al testimonio contundente de Pablo que sin vacilación se reconoce como servidor, apóstol y elegido para anunciar el Evangelio de Jesucristo. Es muy oportuno que al leer los textos bíblicos de este cuarto domingo de adviento nos fijemos en los perfiles de estos protagonistas. Podemos encontrarnos con sorpresas porque posiblemente tengamos algo de cada uno de ellos. Nos hace bien sentir que en algunos aspectos nos parecemos al rey desesperado de la primera lectura, al certero Pablo de Tarso y al justo y creyente José del evangelio. La Palabra nos permite penetrar en lo más profundo de nuestra persona, pues ella sondea los corazones y deja al descubierto lo que realmente somos. Ciertamente la Palabra de este domingo nos invita a poner la mirada en el Único que le da pleno sentido a la celebración de la Navidad. Es el Emanuel, “el Dios – con – nosotros”, el Niño Dios que nace en Belén. Esto es muy importante frente a la avalancha de la publicidad y de la indiferencia con que nuestra sociedad, como una resistencia activa, olvida o quiere olvidar el centro de la Navidad que no es otro que el Niño Jesús. Sin Cristo ¿qué sentido tiene desear una Feliz Navidad?

                Dejemos que el pan sabroso de la Palabra de Dios nos encamine a un renovado encuentro con el Mesías anunciado por las Escrituras y esperado a través de los siglos.

                Del libro de Isaías 7, 10-14

                La primera lectura de hoy corresponde al Primer Isaías, la sección llamada Libro del Enmanuel, desde el capítulo 6,1 al 12,6 donde sostiene el profeta la esperanza que Dios no dejará de cumplir su promesa de salvación, a pesar de las adversas situaciones que promueve el rey Acaz. Éste propone alianzas con pueblos vecinos en pugna y guerra. El profeta desesperadamente busca que Acaz, rey de Judá, entre en razón y se acuerde del compromiso de Dios con la descendencia de David: Dios protegerá y salvará a su pueblo, a condición que éste confíe de forma efectiva en Él, renunciando a las estrategias simplemente humanas. Todo parece imposible. Sitiada la ciudad, y a punto de perder el reino y la vida, el joven rey Acaz trata de establecer alianzas que salven su corona y su dinastía. Entonces Isaías le suplica que acuda a Dios: “Pide una señal al Señor, tu Dios; en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo” (v. 11). Se trata de una cuestión de fe opuesta al miedo que está en  el corazón del rey y del pueblo. Sin la fe no “mantendrá” el reino. Lastimosamente la respuesta del rey es rotunda y aparentemente creyente: “No la pido, no quiero tentar a Dios” (v. 12). Es una respuesta ambigua porque, por una parte, parece tener tanto respeto al Señor que teme ponerlo a prueba y, por otra, mantiene su confianza en el poder de Asiria que cree puede librarle de la amenaza de Damasco y Samaría, los atacantes. La historia muestra que el resultado fue cruel: Judá quedó sometida a vasallaje al extranjero y fue destruido el reino del Norte y su capital Samaría. Pese al desastre del rechazo del rey a la propuesta de Dios,  el profeta no deja de señalarle que Dios está dispuesto a sostenerlo dándole una señal tan grande como él quisiera: “Por eso el Señor mismo les dará una señal: Miren: la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel” (v. 14). Enmanuel significa “Dios con nosotros” y es nombre simbólico que se le da al hijo del rey infiel Ajaz. Es el nombre que se le dará también a Jesús. De esta manera, Dios mantiene su palabra empeñada con la casa de David. Es el signo de su fidelidad, a pesar de la infidelidad, de la poca fe y de la casi nula confianza de un rey soberbio y autosuficiente. Dios permanece de nuestra parte aunque nosotros no queramos estar con Él. Es más poderosa la promesa de Dios que nuestros pecados y rebeldías incluso. Hará posible nuestra salvación aún cuando nos resistamos con nuestros propios proyectos mundanos, empecinados en creer que podemos salvarlos solos y por nuestros propios medios. ¿No sería bueno revisarnos con frecuencia si acogemos o rechazamos lo que Dios nos sugiere, amorosamente, mediante los gemidos inenarrables de su Santo Espíritu? ¿No nos escudamos como Ajaz en nuestros planes propios y rechazamos los dones que el Señor nos ofrece?

                El Salmo 23, 1-6 es nuestra respuesta creyente y agradecida a la eterna voluntad de Dios que siempre quiere salvarnos a pesar de nuestra oposición y ceguera. Este salmo animaba una celebración litúrgica, especialmente la liturgia de entrada en el templo y la misma procesión presidida por el Arca de la Alianza, lugar de la presencia de Dios. En este salmo se reafirma la fe en el absoluto señorío de Dios: “Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella, el mundo y sus habitantes..” Luego se describen las condiciones para subir y permanecer en el templo (v.3-6).

                De la carta de san Pablo a los Romanos 1, 1-7

                La comunidad cristiana de Roma no fue fundada por el apóstol Pablo. La Carta dirigida a los cristianos de Roma fue escrita por San Pablo entre los años 57-58 de nuestra era cristiana y con toda probabilidad desde Corinto y a finales de su tercer viaje misionero. El ingreso de los paganos a la comunidad cristiana no fue nada de fácil, y San Pablo lo sabía de sobra como queda de manifiesto en sus cartas. Convertidos al cristianismo, muchos paganos volvían a sus viejas concepciones y hábitos creando un agudo problema al interior de la comunidad. Esta Carta a los Romanos responde a esta realidad y San Pablo expone de modo magistral la doctrina cristiana haciendo de esta carta un extraordinario escrito para todos los tiempos.

                El texto de la segunda lectura de hoy nos ofrece el inicio donde Pablo menciona los destinatarios de su carta; es el saludo inicial con que comienza su escrito. Pero no es un saludo cualquiera o una formalidad más. Al leerlo, detenidamente, más que saludo es un discurso donde precisa cosas importantes que vamos a señalar para una mejor comprensión de esta segunda lectura de este cuarto domingo de Adviento. Al respecto señalemos:

                La presentación del autor o remitente. El Apóstol se presenta con tres títulos importantes: “servidor de Jesucristo”, “llamado a ser apóstol” y “elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios”(v.1). Destaquemos que estos títulos constituyen la nueva identidad que Pablo adquiere como consecuencia de su encuentro con el Señor Jesús en el camino de Damasco, que provocó un vuelco tan impresionante que Pablo no olvidará jamás. Es decir que cuanto viva y haga, a partir de su conversión en el camino de Damasco, va a estar marcado por esta identidad evangélica. Todo es inseparable del llamado o vocación del Apóstol, vivida en el encuentro personal con Jesucristo, absolutamente unida a la misión de ser “elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios”. Dios llama pero siempre para enviar. Todo llamado implica una misión o envío. La misión no se identifica con apostolados o actividades pastorales necesariamente; la misión compromete el modo o estilo de vida que la persona llamada abraza.

                “Servidor de Jesucristo” literalmente “esclavo de Jesucristo”. Con esta expresión Pablo declara su total y exclusiva dependencia de Cristo. Pablo pertenece a Cristo enteramente y así consigue la plena liberación de toda  servidumbre.

                “Llamado a ser Apóstol” que literalmente significa “enviado”, emisario, delegado oficial encargado de una misión, y no simplemente persona que propaga una doctrina o se entrega a una causa. Pablo debió muchas veces defender este título como lo señala en algunas de sus cartas.

                “Y elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios”. Siempre Dios llama a alguien para enviarlo en su nombre a anunciar la Buena Noticia, es decir, el Evangelio del Reino. Nadie se atribuye a sí mismo esta elección y envío; siempre Dios toma la iniciativa y el hombre responde.

                En los vv. 3-4 Pablo retoma una antigua profesión de fe donde se contrapone la condición humana de Jesús como descendiente de David y su condición gloriosa como Hijo de Dios resucitado de entre los muertos por quien hemos recibido la gracia y la misión apostólica destinada a todos los pueblos paganos entre los cuales se cuentan los romanos “llamados a ser santos”. Este último título con frecuencia designa a los cristianos que forman el Pueblo de Dios por su unión con Cristo, pueblo elegido por Él y consagrado a Él.

                Del evangelio según san  Mateo 1, 18-24

                Nos encontramos con uno de los relatos de la infancia de Jesús, el de San Mateo, capítulos 1 y 2. El otro evangelista que nos ofrece los relatos de la infancia es San Lucas, capítulos 1 y 2. Ambos evangelistas siguen puntos de vista distintos. Una marcada diferencia es que Mateo centra la atención en José, descendiente de David como acontece en el evangelio de hoy, mientras Lucas centra su atención en María como la gran protagonista de la encarnación e infancia de Jesús. Una observación que vale para los dos evangelios de la infancia es que son relatos que están escritos mucho tiempo después de la muerte y resurrección de Cristo y se constituyeron con recuerdos de los orígenes de Jesús pero profundamente traspasados por la experiencia de la resurrección. Están lejos de ser relatos ingenuos o simplemente crónica de episodios de la infancia del Salvador. Leer estos relatos solamente como una crónica histórica no se logra penetrar en su sentido teológico más profundo. Son recuerdos históricos pero vistos desde la fe en el resucitado. Otro elemento digno de destacar es la presencia de lo maravilloso en los relatos, las escenas y personas están envueltas en una atmósfera de encanto y asombro.

                El evangelio de este domingo es la continuación directa de la célebre lista de la genealogía de Jesús de Mt 1, 1-17. Destaquemos Mt 1,1 donde se abre la lista de los antepasados de Jesús remitiéndolo al mismo Abrahán: “Mesías, hijo de David, hijo de Abrahán”. San Lucas lo remite al mismo Adán. Destaquemos el nexo de la genealogía cuando dice en Mt 1, 16: “Jacob engendró a José, esposo de María, de la que nació Jesús, llamado el Mesías”. José es el último y definitivo eslabón en la larga lista de las generaciones, es decir, de los antepasados humanos de Jesús. Así el evangelio nos muestra que Jesús está plenamente inserto en la historia humana representada por los nombres de los antepasados.

                La misma genealogía también nos deja planteados ante un misterio especial en este niño Jesús. Toda la lista señala el nexo entre padre y descendiente mediante el uso del verbo engendrar, que indica una sucesión directa de padre a hijo; pero cuando se refiere a José, hay un cambio muy significativo diciendo simplemente “de la que nació Jesús, llamado el Mesías”. Así quedan planteados dos interrogantes a las que responde el evangelio de hoy: ¿Cuál es el origen de Jesús? y ¿cómo se puede llamar “hijo de David” si físicamente no fue engendrado por un descendiente de David?  Entonces los  acontecimientos narrados hoy nos revelan el misterio de Jesús. Por una parte, se nos dice que Jesús nace de una mujer, María, como verdadero hombre inserto en la historia humana pero, por otra, se nos afirma que su nacimiento es “obra del Espíritu Santo” y como tal se le aplica literalmente la profecía de Isaías acerca del Enmanuel como “Dios con nosotros”, texto de la primera lectura y del evangelio de este domingo. Igualmente se afirma que Jesús es verdadero descendiente de David, porque José, hijo de David, acoge la voluntad de Dios manifestada en el sueño y acepta a María como esposa y al Hijo como propio. Esta función de padre que asume José no nace de la generación física sino del poder de dar el nombre a su hijo. Es José que pone el significativo nombre de Jesús que significa Salvador. Dándole el nombre le otorga su identidad social siendo reconocido como verdadero hijo de David como corresponde al Mesías.

                Finalmente el evangelio deja en claro que sólo por la fe en Dios se accede al misterio de Dios. Aquí sobresale José, definido por su fe como hombre justo según el sentido bíblico, es decir, el hombre que acoge el querer de Dios en su vida concreta. José ofrece el ejemplo de una respuesta creyente ante la promesa de Dios, en abierto contraste con la falta de fe del rey Ajaz, imagen y ejemplo del incrédulo. Y quien dice creyente dice obediente. La fe es oír y poner en práctica lo escuchado. José cumple magistralmente estos dos rasgos del verdadero creyente.

                Sin esta fe, representada por José, protagonista central en el nacimiento de Jesús, no podemos entrar en el verdadero sentido de la Navidad. Esta clave de entrada es la que falta o está encubierta con tantas cosas artificiales con que nos domesticamos a vivir la Navidad. Este es el signo patético de una sociedad secularizada, que da la espalda al misterio trascendente de un Dios que se hace hombre para traernos buena noticia.

                Un saludo fraterno.                 

       Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.

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