3º Domingo de Pascua
Primera lectura: Hechos 5, 27b - 32. 40b - 41
Salmo: 29, 2. 4 - 6. 11 - 12. 13
Segunda lectura: Apocalipsis 5, 11 - 14
Evangelio: Juan 21, 1 - 19
Hay varias cosas que contiene el evangelio y las lecturas de este 3º domingo de Pascua, algunas de los cuales llaman la atención. Fijémonos en ellas.
En primer lugar, y tal como aconteció la mañana del primer día de la semana, cuando resucitó el Señor, día en que Pedro y Juan corrieron a ver el sepulcro y este último fue el primero en comprender la presencia del Resucitado, también hoy es Juan el que comprende y reconoce que el desconocido que se encontraba en la orilla era el Señor. En segundo lugar, a diferencia de lo que aconteció y vimos en el texto del evangelio del pasado domingo, los discípulos ya no estaban encerrados luego de la muerte del Señor, sino que habían vuelto a la labor que tenían antes de conocer a Jesús y ser llamados por Él, a saber, el ser pescadores. En tercer lugar, se ve que, aunque eran pescadores antes de conocer a Jesús, esto no les asegura que al volver a pescar su experiencia en usar las redes les lleve al éxito, ya que como vemos “…esa noche no pescaron nada”.
Descubramos, entonces, lo que nos quiere decir el Señor a través de estos hechos. Juan, el discípulo amado, nos sirve de ejemplo en nuestra actitud frente al Señor, pues él tiene desarrollado un don que nosotros debiésemos desear también adquirir: la capacidad para descubrir la presencia del Señor en nuestra vida. No deberíamos envidiar a quienes pudieron ver a Señor Resucitado, ya que es evidente que no bastaba con que el Señor se les apareciera, ya que les costó trabajo reconocerlo, lo mismo que a nosotros, pero es posible lograrlo, más aun recordando que el mismo Señor le dijo a Tomás: “dichosos los que sin ver han creído”, privilegio que tenemos nosotros a diferencia de los apóstoles.
Los discípulos, habiendo vuelto a lo habitual, trabajan ahora pescando, pero de manera diferente para tener logros, esto es, dejándose conducir por el Señor, porque es el Señor el que debe llevarse los frutos, a Él le pertenecen y nosotros no somos más que simples siervos suyos. Pero ¿qué implica dejarse conducir por el Señor? Sin duda que lo primero será reconocerle presente en nuestra vida; luego será necesario escucharlo; y, finalmente, tendremos que hacer lo que Él nos diga. Esto lo comprendió muy bien Pedro. El mismo que una vez se mostró presumido al decirle a Jesús: “aunque todos te fallen, yo no te fallaré”, y sin embargo, bien sabemos lo negó tres veces. Pero como Jesús es rico en misericordia, lo perdonó y lo sanó preguntándole también tres veces “¿me amas?”. A partir de ese momento, Pedro no hace lo que él quiere o piensa, sino lo que el Señor le pide de manera explícita: “apacienta mis ovejas”, pero no como a Pedro se le ocurra, sino como Dios quiere y como Jesús lo hizo, por ello le dice al final: “Sígueme”, y seguir al Señor implica hacer las cosas del mismo modo que Él. ¿No nos recuerda esto lo que dijo hoy Pedro a las autoridades del pueblo de Israel: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”? Pues bien, pongámonos manos a la obra descubriendo la presencia de Dios y escuchándolo para saber lo que quiere de nosotros.
Que el Señor abra los ojos de nuestro corazón y nos ayude a mirar con fe para que podamos reconocerlo, conocer su voluntad, amar esa voluntad y realizarla en nuestra vida.
Fray Pablo Gamboa Cáceres
Mercedario