¡SEÑOR JESÚS! Enséñanos a poner por obra todo lo que nos has mandado
En estos tiempos donde están de moda las jefaturas, los liderazgos, los expertos, los entendidos y especialistas el evangelio nos hace un estupendo llamado que ojalá lo tomemos en serio. No sea que estemos ante una “profesionalización de la misión”. Y en cierto modo ya nos está pasando en el campo de la Iglesia: hay especialistas en moral, en liturgia, en derecho canónico, en Biblia, en bioética, en doctrina social de la Iglesia y para que seguir. ¿Encargó Jesús a los discípulos que se especializaran hasta convertirse en expertos en algún ámbito de la vida de la Iglesia? No. E incluso queda claro que la misión se la encomienda a los once discípulos dice expresamente San Mateo en el evangelio de hoy y no los llama “apóstoles” que es el nombre con que normalmente se designa al grupo de los Doce. ¿Se equivocó Mateo al proceder así? No, por cierto. Intencionalmente prefiere el término discípulos antes que apóstoles. “Discípulo” es el aprendiz, el que aprende y comparte la vida y misión de su Maestro. Apóstoles son los “heraldos, mensajeros” de la Buena Noticia quienes han conocido a Jesús, formaron parte de su grupo, son testigos de la resurrección de Jesús y anuncian esta Buena Noticia. ¿Qué quiere acentuar el evangelista Mateo con este detalle? Una verdad del tamaño de un trasatlántico: la misión evangelizadora se le encomienda a todos los cristianos, es decir, a todos los bautizados. Así la Iglesia es una comunidad de hijos e hijas de Dios que, cada uno en su propio estado de vida, está llamado a evangelizar el mundo. Toda la Iglesia, Pueblo de Dios peregrino en esta tierra, es misionera. No se comprende un “cristiano o católico a mi manera”, es un absurdo. Todo bautizado se constituye en discípulo y discípula de Jesús, el Señor Resucitado. Hay una inmensa cantidad de bautizados que viven como si no lo fueran, ¿por qué? Razones pueden ser muchas pero una fundamental es la ausencia del proceso de evangelización; la inmensa mayoría “sacramentaliza” la vida cristiana creyendo que eso es todo e ignora penosamente la Palabra de Dios, específicamente el mismísimo evangelio. Nos preocupa bautizar, primera comunión, confirmación, etc. pero sin el fundamento de una vida cristiana que no es otro que el que Jesús le dijo a los Once discípulos y nos dice a todos nosotros a través de los siglos: “Enseñándoles a poner por obra todo lo que yo os he mandado”. ¿Cómo puede un bautizado poner en práctica el evangelio si lo ignora? ¿Cómo puede un cristiano saber distinguir entre lo que es evangélico y lo que es incluso maldad y pecado? Sólo se puede “poner por obra” lo que se conoce. Y esto es tan clave que nos ha costado mucho emprender procesos pastorales que pongan la Palabra como elemento indispensable para iluminar y acrecentar el testimonio de vida de cada cristiano y de la comunidad. La misión evangelizadora requiere de evangelizadores empapados, inmersos, bien nutridos en el sabroso pan de la Palabra de Dios. Sin esto, seguiremos siendo cristianos famélicos, raquíticos, carentes de vida nueva. La fuerza del cambio radical de vida está en esta adhesión a cabalidad de los discípulos y discípulas del siglo XXI, no importa la edad que tengan ni tampoco si son o no expertos. Se requiere testigos del Señor Resucitado que no nos deja solos sino que nos acompaña, en silencio y soledad, sin aspavientos ni espectaculares eventos. Él está de otra manera presente, místicamente o espiritualmente. Su Espíritu de la verdad será nuestro “maestro interior” que nos enseñará todo lo que Jesús enseñó para ponerlo en práctica.
PALABRA DE VIDA
Hch 1, 1-11 Serán mis testigos en Jerusalén… y hasta los confines de la tierra
Sal 46, 2-3.6-9 El Señor asciende entre aclamaciones
Ef 1, 17-23 Él puso todas las cosas bajo sus pies
Mt 28, 16-20 Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos
Las lecturas de hoy iluminan el misterio de la Ascensión del Señor y ya muy próximos a concluir el tiempo pascual. No deja de ser paradojal que los cristianos celebremos la Ascensión del Señor, con alegría y esperanza, frente a un mundo triste y sin esperanza. Jesús es el motivo de esta paradoja. Porque Él, al irse, permanece con nosotros de otra manera. Nos deja la misión de ir hasta los confines de la tierra pero no vamos solos sino en su misteriosa compañía. Se va, en cuanto cambia de modo de estar con los suyos y así permanece en todo lugar donde será invocado su nombre. Seremos sus testigos pero no solos sino con Él que asume finalmente su condición gloriosa como Dios y puede estar en todas partes ya sin límites ni fronteras. Desde la Ascensión somos una Iglesia acompañada, habitada por una presencia espiritual del Señor pero tan real que es el motivo de la alegría que debe caracterizar al discípulo y a la comunidad cristiana.
Jesús nos dice: “Misión cumplida. Los hombres han sido liberados de su esclavitud más profunda, el pecado y sus manifestaciones. Sois realmente libres. Yo hice trizas las puertas del hades y os abrí de nuevo el cielo”. Dejemos que la Palabra de Dios nos ayude a intensificar nuestra fe en el Resucitado que está sentado a la diestra de Dios Padre, dotado de todo poder en el cielo y en la tierra, que junto al Padre nos regala el Espíritu de la verdad, nuestro Defensor y Consolador de camino hasta la patria celestial.
Del Libro de los Hechos de los Apóstoles 1, 1-11
La primera lectura de esta solemnidad, Hch 1, 1-11, contiene un breve prólogo (vv.1-2), luego la promesa del Espíritu Santo (vv. 3-5) y la narración de la Ascensión del Señor (vv.6-11). Es muy importante la referencia a los 40 días en que Jesús se aparece a los suyos, comprobando su resurrección, porque sirve para mostrar la continuidad de la comunidad cristiana con el Jesús pre pascual o Jesús histórico. Por otra parte, los discípulos deben afianzarse en la fe que deben comenzar a anunciar. Tampoco deben alejarse de Jerusalén, porque la evangelización debe partir del lugar donde había comenzado todo. Desde aquí el evangelio progresivamente se expandirá a los gentiles hasta llegar a Roma, punto neurálgico del imperio romano. De este modo se cumplen las palabras de Jesús: seréis mis testigos en Jerusalén… y hasta los confines de la tierra.
Permanecen los discípulos en Jerusalén porque deben esperar que se cumpla la promesa del Padre. Se trata de la efusión del Espíritu Santo que el mismo Jesús había prometido. Para que ello ocurra, Jesús debe volver al Padre, cuando sea exaltado a la derecha del Padre. Queda claro que los discípulos no comprenden la verdadera naturaleza del Reino de Dios y de ahí la pregunta sorprendente: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?” (v. 6). Y también se creía que la irrupción del Espíritu Santo significaba el inicio del tiempo último o final. La respuesta de Jesús es determinante: “No les toca a ustedes saber los tiempos y circunstancias que el Padre ha fijado con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes...” (V. 7-8). No cabe la especulación en torno al final. El Padre tiene su plan de salvación y sólo Él sabe también el momento de su culminación. Lo único decisivo es que el Reino debe ser anunciado, el evangelio debe predicarse en el mundo entero. Los discípulos recibirán el Espíritu Santo para ser los testigos de Jesús en el mundo entero. Todos los pueblos quedan invitados a acoger el Reino y así se supera la exclusividad del pueblo de Israel, que era la preocupación de los discípulos. ¡Cuánto nos parecemos a los discípulos!
La narración de la Ascensión del Señor es sobria, lejos de toda imaginación desbordada como aparece en las narraciones de los llamados evangelios Apócrifos. Un tema importante es el de la nube por su profundo simbolismo bíblico. La nube siempre es signo de la presencia divina. Y la Ascensión es el centro de la narración. Los varones vestidos de blanco simbolizan el mundo sobrenatural y son ellos los que orientan a los cristianos sobre el sentido de la Ascensión: ese Jesús que ven perderse en la nube, vendrá. ¿En qué ponemos el acento? ¿En la partida de Jesús o en el cometido inmenso de la misión que nos deja? Jesús victorioso asciende y está sentado a la derecha del Padre “para interceder por nosotros”. Él es “primer defensor o paráclito” que tenemos ante Padre. El otro es el Espíritu Santo que el Padre y Cristo nos envían “para que esté siempre con nosotros”. ¡Fabulosa compañía! No, nunca estamos solos, siempre estamos acompañados pero, por desgracia no nos damos cuenta o se nos olvida con suma rapidez. Soledad, abandono, olvido, indiferencia son realidades que nos envuelven muchas veces en nuestros días pero Jesús nos asegura su compañía y cuidado, no solo de Él sino también del Espíritu Santo y de nuestro Padre del cielo.
Salmo 46, 2-3.6-9 es un himno al Señor, rey del universo y pertenece al grupo de himnos litúrgicos en los cuales se exalta el señorío universal de Dios en cuanto Rey “soberano de toda la tierra”. De este himno está tomada la antífona que cantamos en esta fiesta de la Ascensión: El Señor asciende entre aclamaciones, asciende al sonido de trompetas”(v.6). Resaltemos otro hermoso detalle cuando dice: El Señor se sienta en su trono sagrado (v. 9), lo que lleva a la profesión de fe cuando decimos que Jesucristo está sentado a la derecha del Padre. Este himno nos ayuda a resaltar esta dimensión del señorío de Dios y de su Cristo sobre todo lo creado y sobre el mundo humano como Señor de la Historia.
De la carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso 1, 17 - 23
Estamos ante una oración que Pablo dirige a Dios por los cristianos de Éfeso y por todos los creyentes, como nosotros que estamos escuchando este texto, y ésta se refiere a ese conocimiento del misterio de salvación que ya expuso en el inicio de la carta (Ef 1, 3- 14). Se trata del conocimiento de Dios mismo revelado en Jesucristo. Comienza esta oración de petición así: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la gloria, les conceda un Espíritu de sabiduría y revelación que les permita conocerlo verdaderamente” (v. 17). ¿De qué conocimiento habla? Se trata de un conocimiento sublime, que está por sobre nuestra capacidad humana y que sólo el Espíritu de sabiduría y revelación puede hacerlo posible. Es el “meta conocimiento” de Dios, el que, como dirá en otra carta, es el Espíritu el que “escudriña incluso las profundidades de Dios” (1Cor 2,10). El don o carisma de sabiduría es el don de la fe que ilumina los corazones, que lleva a valorar la esperanza a la que somos llamados y la espléndida riqueza de la herencia prometida (v. 18). La fe que Pablo pide para los efesios conlleva inmediatamente a la petición por la esperanza, que es como la otra cara de la fe. Ahora bien, conocer la futura herencia por la fe es ya poseerla anticipadamente. Y esto es posible por la luz divina con que Dios ilumina los corazones a fin de valorar la esperanza a la que hemos sido llamados. Lo importante es reconocer que todo esto es posible por el despliegue de la grandeza extraordinaria del poder de Dios, “poder que ejercitó en Cristo resucitándolo de la muerte y sentándolo a su derecha en el cielo” (v. 20). Con la resurrección de Jesús y su exaltación, sentándolo a su derecha, se instaura el Reino de Dios. Termina la súplica con la afirmación de la soberanía absoluta de Cristo sobre todo otro poder o potestad imaginada, cosa a la que eran muy proclives los efesios. Todo ha quedado sometido “bajos sus pies” (v. 22) y, por cierto, también la Iglesia. Cristo es cabeza de la Iglesia y ésta, su cuerpo. Así queda planteada una hermosa eclesiología que tendrá consecuencias para la comprensión de la Iglesia como misterio de comunión. Aspiremos a ese profundo conocimiento de Jesucristo, que nos introduce en el misterio de Dios mismo. Muchos autores hablan del conocimiento o experiencia mística, esa contemplación del misterio de Dios que sólo Dios puede regalar al alma que ansía siempre entrar en esa unión mística con Él. Se puede pedir pero siempre es una gracia especial. Es la llamada “oración contemplativa” que nos hace mucha falta y es la mejor escuela de la fe.
Evangelio de San Mateo 28, 16-20
La solemnidad de la Ascensión del Señor nos recuerda lo que Jesús resucitado comunicó a los suyos sobre su vuelta al Padre, su regreso al Padre, con el que coronó su misión redentora en esta tierra humana. Vino al mundo para llevar al hombre a Dios. Lo hizo como Buen Pastor que quiere llevar las ovejas al redil y lo hace donando su vida, entregándose a la muerte, y muerte de cruz. Él entrega su vida porque es el hombre libre, la da y la recupera, porque el Padre le ama y Él ama al Padre. Jesús asumió el camino redentor real, habitó y compartió con nosotros, sobrellevó todos los episodios de una vida humana, como dirá San Pablo “en todo semejante a nosotros, menos en el pecado”. Nos redime no como un filósofo o como un maestro de sabiduría ni menos como un activista político. Nos redime como “verdadero hombre y verdadero Dios”. Jesús vive “su éxodo” hacia la patria celestial y con Él también nosotros lo vivimos y lo viviremos definitivamente. Jesús lo vivió personalmente, lo afrontó totalmente por nosotros. Nada hizo por su cuenta. Descendió del cielo por nosotros y ascendió al mismo por nosotros, después de haberse hecho semejante a nosotros en todo, humillado hasta la muerte de cruz, después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios, la muerte y el sepulcro. Y no hay otro abismo más extremo que el pecado. Y Jesús se ofreció por los pecadores para llevarlos de vuelta al Padre. Con toda razón a Jesús se le aplican las siempre sorprendentes palabras del salmo: “Subió al cielo llevando cautivos”. Su éxodo o partida no lo hace solo, lo hace con nosotros que hemos creído en Él. Jesús nos arrastra tras de sí en ese torbellino de vida nueva que ha conquistado con trabajo y entrega. Jesús ya cumplió con nosotros y con nota de excelencia. El “éxodo del mercedario” que sale de su tierra y va en busca de los cautivos cristianos, por quienes paga un rescate y que está dispuesto, si es necesario, a ofrecer su propia vida “como Cristo la dio por nosotros”, representa lo que ha realizado el Redentor Jesucristo.
Una cuestión muy importante es descubrir que el destino de Jesús está íntimamente ligado al nuestro. Dios Padre lo exalta restituyéndole la plenitud de su gloria pero ya no solo sino con nuestra humanidad. Ha sido anulada la distancia entre Dios y el hombre y realmente Dios está en el hombre y el hombre está en Dios. Y esto no es un espejismo o ilusión. Dios en Cristo lo ha hecho tan real que ya no es posible esperar otra. Cristo nos ha precedido, está en el cielo, es la primicia de la nueva humanidad redimida. Cristo es el ancla nuestra que ya está en la gloria. El ancla mantiene a los buques, les da firmeza y seguridad, les permite resistir los vaivenes de las olas. El cristiano también tiene su firmeza y seguridad no en sí mismo sino en Aquel que penetró con nuestra humanidad ya glorificada en la morada del cielo. Podemos entender el maravilloso lugar que ocupa María en la Iglesia, en cuanto ella ayuda a sostener la fe de los discípulos con la confianza puesta en su Hijo, el ancla de la Iglesia. Físicamente Jesús ya no está aquí y María nos recuerda siempre que Cristo nos espera en la casa del Padre.
Convencidos de la glorificación de Cristo por el Padre que lo sienta a su derecha, escuchamos en el evangelio de Mateo una escena sorprendente. En estos últimos versículos de su evangelio, nos vuelve a poner en Galilea, justamente la tierra donde Jesús inició su ministerio público. Es como comenzar de nuevo y la Iglesia deberá volver siempre a los comienzos de la evangelización. Acontece el encuentro entre Jesús y los once discípulos en el monte que Él les había señalado. Otra notable llamada: el monte tiene una enorme significación en la Biblia, es el lugar del encuentro y de la revelación de Dios. No es para menos esta mención del monte. Jesús se manifiesta como el que tiene potestad en el cielo y en la tierra, es decir, ejerce un señorío absoluto, que es el mismo de Dios. Los Once representan a la Iglesia constituida de creyentes y creyentes en dudas. Eso no cambiará nunca, siempre habrá creyentes seguros y creyentes vacilantes, muchas veces son los más. Pero Jesús tiene poder para cambiar las cosas. Los once se postraron, como los pastores y los sabios de oriente cuando fueron al portal en busca del rey que había nacido. Postrarse es signo de reconocimiento de la grandeza del que tienen al frente, es adoración y veneración. Es un acto muy propio del hombre ante la grandeza de Dios principalmente. Reconocen a Jesús resucitado como Señor, como Dios. Jesús toma la iniciativa, acercándose y hablándoles. Desde su autoridad, dotada de poder, los envía a una misión universal. Pero tengan presente que no van a buscar discípulos para ellos sino que enseñarán para hacerlos discípulos de Jesús. Se inaugura el tiempo de la Iglesia con el poder de bautizar con la invocación trinitaria. La misión no será nunca fácil pero una magnífica promesa de Jesús es garantía de salvación: “Yo estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (v. 20).
La Ascensión del Señor es un nuevo comienzo. Cristo glorificado en el cielo y nosotros volcados a la misión universal que nos encomendó, sin jamás abandonarnos. Es una forma de presencia distinta a la terrena que vivió con los suyos. Ahora todos estamos incluidos en su glorificación, se han abierto las puertas de la eternidad para la humanidad porque en Cristo hemos muerto con Él y vivimos para Él.
Un fraternal saludo. Que Dios nos bendiga.
Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.