¡SEÑOR! Que arda nuestro corazón al hablarnos en nuestros sinuosos caminos de cada día
Seguimos “en Pascua” a pesar de la pandemia que oscurece nuestros horizontes en esta hora de esta historia humana siempre sacudida por situaciones que nos ponen a prueba nuestra fe. Nunca ha sido distinto, toda época tiene sus propios desafíos y vericuetos oscuros que parecen oscurecer completamente el resplandor de la luz. Pero el hombre, creatura de Dios, imagen suya, nunca se deja vencer del todo por la oscuridad que parece envolverlo sin salida. Es que la historia humana no puede desligarse del todo del misterio divino que la creó y la sostiene con su admirable providencia. Pueden ser momentos de grandes descubrimientos y realizaciones pero también tiempos de mucha maldad y oscuridad, sobre todo cuando el ser humano, hinchado por sus avances y conquistas, se erige altanero y soberbio hasta el punto de no reconocer al Señor que lo ha creado y compartido su amistad. Dios está en estos caminos humanos, siempre sin rendirse a su amor que busca interlocutor y amigo. Dios está siempre disponible, no sólo cuando lo escuchamos y acogemos sino también cuando le cerramos la puerta y no lo recibimos. El misterio del encuentro con Dios es dispar, porque por una parte, Dios busca, espera y confía, mientras el hombre cierra la puerta una y otra vez, se hace el desentendido, el sordo y ciego que oye ni ve. Dios, en su misterio insondable e incomprensible, está ahí a la puerta, mi puerta, tu puerta, y llama y espera paciente la respuesta de acogida. Pasan tiempos largos, años, una vida entera y el hombre no se da por enterado pero Dios no se deja vencer. ¡Oh misterio de santa porfía! Y cuando el hombre cierra su puerta, su vida y se encierra en su mundo, termina perdiendo el sentido de la misma existencia. También se le pierde el rostro del otro humano, simplemente no lo ve ni lo distingue. Así cuando nuestra vida se cierra al Amor de un Padre que nos creó y nos sostiene, también se cierra al otro ser humano que camina junto a nosotros. Así convertimos la tierra, nuestra tierra, en un campo de cementerio, de huesos secos, de fantasmas en la oscuridad. En cambio cuando vamos conversando por los caminos de la vida, sabiendo que no estamos solos, entonces podemos reconocer al Divino Huésped que comparte con los peregrinos y les conduce al descubrimiento de la Sagrada Palabra que Dios ha pronunciado desde siempre. Lo reconocieron finalmente en el partir el pan, la eucaristía, el gran signo de la Pascua de Jesucristo hasta que venga gloriosamente al final de los tiempos. La Palabra que el desconocido peregrino les explicó durante el camino les preparó a compartir la cena de la Pascua. Hay un ejercicio espiritual muy interesante que nos propone descubrir el paso de Dios en nuestra historia personal, hecha de momentos de felicidad y también de sufrimiento. En esta hora de sufrimiento, de miedos, de incertidumbre, no dejemos a Dios de lado sino que vivamos esta situación con “los ojos puestos en Jesús” y en Él contemplar al Padre. Me gustó aquella reflexión que ve este encierro en casa como una oportunidad para meditar dos temas olvidados: la vejez y la muerte, y ambas realidades tienen que ser vistas desde el misterio de Dios cuya vida esperamos compartir plenamente en el cielo. Ambas realidades humanas nos hablan de precariedad existencial, lo que nos podría hacer más humildes y comprensivos. Nuestro camino no termina en la tumba sino en la comunión final con Dios y con la inmensa comunidad de los bienaventurados. ¿Crees esto? Sí, Señor, creo pero aumenta mi fe.
PALABRA DE VIDA
Hch 2, 14.22-33 Pero Dios lo resucitó, librándole de las angustias de la muerte.
Sal 15, 1-2.5.7-11 Señor, me harás conocer el camino de la vida.
1Pe 1, 17-21 Habéis sido redimidos con la sangre de Cristo.
Lc 24, 13-35 Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron al partir el pan
¿Es fácil reconocer la presencia de Jesús, muerto y resucitado? La respuesta es no. Durante este tiempo pascual, la Palabra nos indica que no fue fácil ni siquiera para los discípulos que lo habían acompañado en su vida terrena reconocerlo como resucitado. Pero una manera de facilitar ese reconocimiento de parte de Jesús es presentarse como compañero de camino de dos discípulos como nos lo recuerda el evangelio de hoy. Pero ¿cómo vamos normalmente en nuestro camino? Muchas veces nos invade el desaliento y el desencanto. Desaliento cuando perdemos el ánimo, la motivación, el empuje, las ganas de seguir. Desencanto cuando perdemos el ensueño o el encanto, la fascinación o entusiasmo inicial. ¡Cuántas veces le hemos dado la espalda a Jesús y nos hemos puesto a hacer el propio camino lejos de Él y separados de la comunidad de sus discípulos! Y vamos repartiendo quejas contra todo, amargura, soledad, falta de sentido, desazón, desconcierto, aburrimiento, etc. etc. Lo peor es que seguimos creyendo que somos buenos creyentes.
Del Libro de los Hechos de los Apóstoles 2, 14.22-33
Vamos a volver muchas veces a este capítulo 2 de los Hechos. El domingo pasado nos referimos al segundo sumario o resumen de la vida cristiana comunitaria primitiva (Hch 2,42-47). Hoy nos deleitamos con una parte del discurso de Pedro a todos los judíos reunidos que han sido testigos de Pentecostés. El discurso abarca desde el verso 14 al 41. Comienza el texto presentándonos un Pedro distinto al que conocemos a través de los evangelios. Este Pedro de los Hechos es audaz y toma la iniciativa, dirige la palabra y lo hace con convencimiento. Sin lugar a dudas es el Pedro que nace de Pentecostés. Habla y actúa con autoridad, da testimonio como jefe del nuevo pueblo de Dios. El texto es elocuente cuando dice que “Pedro se puso de pie con los Once y levantando la voz dirigió la palabra: Judíos y todos los que habitan en Jerusalén, sépanlo bien y presten atención a los que voy a decir” (v. 14). Esta parada y valentía contrasta con las actitudes anteriores cuando por miedo a los judíos estaban con las puertas cerradas. El Resucitado sopló sobre ellos y los envía a la misión con ese soplo que no es otro que el Espíritu Santo. Qué bueno sería recuperar esta disposición de este Pedro en el anuncio actual del Evangelio, en la celebración de la fe, en el compromiso de vida con Cristo, en arriesgarse a ser santo y testigo creíble, convencido y convincente. Nuestras actitudes hoy dejan mucho que desear, son mortecinas, acomodadas, rutinarias. Y así el Evangelio no convence a nadie. Nos hace falta un “golpe pascual”.
El corazón del discurso de este entusiasta Pedro está en los versos 22 – 33. Es el llamado kerigma primitivo, es decir, el primer anuncio cristiano. El centro de este kerigma no es un tratado de moral o un libro de ceremonias. Es la Persona de Jesús de Nazaret que tiene una especial relación con Dios “acreditado por Dios con milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio” (v. 22). Así se resume el ministerio público de Jesús. Luego la referencia a su misterio doloroso: “A este hombre ustedes lo crucificaron y le dieron muerte” (v. 23). El Mesías debía padecer como lo señalan las Escrituras. Luego la novedad inesperada: “Pero Dios lo resucitó” (v.24). Luego se refiere a la Sagrada Escritura que ya anunciaba el hecho de la resurrección de un descendiente davídico, el Mesías anunciado, Jesús de Nazaret. Termina nuestro texto señalando que “A este Jesús lo resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de ello” (v. 32). Todo esto lo ha producido el Espíritu Santo prometido y comunicado por Jesús, el Resucitado (v. 33). Esta es la cristología de la kénosis (abajamiento, sufrimiento) y de la glorificación- exaltación de Jesús a la derecha del Padre. Todo para que sean perdonados nuestros pecados. ¡Qué emoción entrar en contacto tan directo con la primera predicación de Pedro! Es la de siempre que nos comunica la Iglesia. ¡Ojalá nuestro testimonio fuera vivaz, entusiasta, comprometido!
Salmo 15, 1-2.5.7-11 es nuestra respuesta al anuncio pascual en labios de Pedro, testigo privilegiado del Resucitado, porque este precioso salmo revela el contexto de intimidad con Dios, un sereno clima de confianza y gozo que produce la amistad con el Señor. “Me harás conocer el camino de la vida” es una de las más profundas súplicas que un creyente puede dirigir siempre al Señor de la Vida nueva, el camino pascual del morir al pecado y vivir para la vida, que es Cristo.
De la Primera Carta de San Pedro 1, 17-21
Seguimos en el mundo del Nuevo Testamento. El texto está dentro de la unidad bajo el nombre de la conducta cristiana, versos 13- 25. Esta segunda lectura abarca los versos 17-21. Es un llamado dirigido a unos cristianos que lo están pasando mal, posiblemente bajo la persecución del emperador romano Nerón. Los recuerdos de la catequesis bautismal son referencias constantes para disuadirlos de volver a la vida inútil del pasado, ya que no han sido rescatados con oro o plata “sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha ni defecto” (v.19). De esta consideración, emerge el compromiso cristiano cimentado en el amor fraterno sincero y universal sin hacer diferencias entre las personas. “Vivan con respeto durante su permanencia en la tierra” (v. 17). Pero también aceptando a Cristo, muerto y resucitado, por la fe y la esperanza se dirigen a Dios, al que llaman Padre “al que no hace diferencia entre las personas y juzga a cada uno según sus obras” (v. 17). Nos hace bien este llamado porque tenemos otros “emperadores modernos” o Nerones que socavan las bases de la fe como por ejemplo, el individualismo, el egoísmo, el materialismo absorbente, el narcisismo galopante, la arrogancia impertinente, la carencia de moral, la pérdida del sentido del bien común, el olvido de Dios, etc. Es necesario recordar el sentido trascendente de nuestra vocación y misión cristianas frente al estilo de vida consumista compulsivo que nos domina y destruye. ¿Qué tiene que ver el estilo de vida que llevas con tu condición de bautizado? ¿Cuáles son tus “dioses” que te alejan del Resucitado?
Del Evangelio según San Lucas 24, 13-35
Estamos ante un relato evangélico que, desde el punto de vista narrativo y pedagógico, es una de las joyas que nos aporta la pluma del médico evangelista, San Lucas. ¿Responde este relato a una pregunta? Sí, de todas maneras. Es un relato intencionado, es una respuesta magnífica a cristianos que han escuchado el mensaje de que Jesús resucitó de entre los muertos pero les mueve la pregunta acerca de cómo podían ellos encontrarse con el Señor resucitado. Estamos, por tanto, ante una catequesis narrativa para mostrar cómo el Señor resucitado sigue haciéndose presente en medio de los suyos como el que está vivo y presente. El hilo conductor del precioso relato o narración es cómo los dos discípulos van descubriendo paso a paso la verdadera identidad del desconocido peregrino y compañero de viaje, el que se les agregó en el camino inesperadamente. Tengamos presente que Lucas escribe hacia el año 80 d.C. a unas comunidades de cristianos que no han conocido a Jesús sino por el anuncio de los testigos privilegiados, los Apóstoles que sí vivieron la experiencia del encuentro con Jesús histórico y luego fueron testigos del mismo Resucitado.
Tratemos de descubrir la trama interna de este precioso relato de los discípulos de Emaús. El camino como lugar del encuentro. El encuentro se produce en el camino y esta palabra expresa simbólicamente en San Lucas el seguimiento cristiano. ¿Cómo se hace camino? Comienza por una senda que se forma poco a poco, por las huellas repetidas de los que la utilizan. En este sentido, se afirma que Jesús es el camino verdadero que conduce al Padre, que es la verdad y la vida. Es la huella que miles y miles de discípulos hacen cada día para seguirlo. Y se dice que “los caminos de Dios son inescrutables”, es decir, su santa voluntad, sus designios son sus huellas que el hombre puede discernir en su propia historia. “El Camino” es la expresión de los Hechos de los Apóstoles que expresa, de modo absoluto, y es sinónimo de la nueva vida en la fe cristiana. Los cristianos siguen “el Camino”, es decir, a Jesús de Nazaret, muerto y resucitado. Él es propiamente el Camino del hombre hacia el Padre.
El proceso de ser y hacerse discípulo. Los dos peregrinos son discípulos de Jesús pero su seguimiento del Maestro atraviesa por una crisis profunda. Están llenos de preguntas pero sin respuestas, de tal modo que su vuelta a su pueblo es más bien una huida. Van huyendo y vuelven a “su pueblo Emaús”, es decir a lo de antes de ser cristianos. Todos tenemos la tentación de “volver atrás”, de huir de los compromisos. El fondo de la crisis es la decepción frente a Jesús. En semejante estado anímico y espiritual, Jesús se hace el encontradizo. Ellos están tan absortos en su crisis que no se dan cuenta y lo introducen en su drama: esperaban que aquel profeta poderoso que conocieron fuera el Mesías y liberador de Israel pero la cruz es el muro insalvable de sus esperanzas. No le dan crédito a lo que han dicho las mujeres. Tiene todos los datos pero no tienen fe para darle sentido. Es un problema de sentido y no de conocimiento. De hecho ven a Jesús pero no lo reconocen, no pueden reconocerlo en las condiciones que ellos están, en la torpeza de su corazón.
El proceso catequístico: anuncio y revelación. Jesús escucha con paciencia a los dos escépticos discípulos. Y cuando interviene, les recrimina su torpeza para comprender lo que dijeron los profetas, es decir, lo que Dios tenía previsto realizar. Y, a partir de esta situación, Jesús les “abre” la Escritura para que entiendan que el plan de Dios debe cumplirse. Es el modo de comprender la cruz, pues de otra manera aparece como un absurdo insoportable. Sin embargo, todavía no lo reconocen pero la Escritura va preparando el descubrimiento del Señor muerto y resucitado. Hará falta otro paso fundamental para que se abran los ojos y ardan los corazones de los discípulos.
El encuentro eucarístico: hospitalidad y reconocimiento. Casi al final de la jornada brota la hospitalidad y la mesa de la fraternidad reconocedora. Surge ya un ruego de parte de los escépticos discípulos: “Quédate con nosotros”. Jesús accede, y al sentarse a la mesa, el peregrino misterioso, toma la iniciativa de anfitrión, a quien correspondía pronunciar la bendición y partir el pan entre los comensales. Se ha producido un cambio de papeles, pues ellos le han invitado pero Jesús asume la iniciativa. Cuando ven los gestos y palabras de Jesús, renace en ellos, de golpe, el recuerdo de la última cena. Y ahora sí lo reconocen y es el momento en que Jesús desaparece. Ya no necesitan ver para creer, ahora creen en esa presencia invisible “en la fracción del pan”.
Sólo reconociendo a Jesús, el Viviente, se reemprende el camino de vuelta. Al reconocer al Resucitado nace el deseo y propósito del regreso a la comunidad de los discípulos. Lo hacen de inmediato porque el corazón les arde de ansias de comunicar lo que han vivido. En la comunidad de los discípulos es donde podemos vivir el auténtico encuentro y reconocimiento del Señor Jesús, muerto y resucitado. No hay confesión auténtica de la fe cristiana sin comunidad, sin Iglesia. Jesús está donde surge la hospitalidad y la mesa compartida se hace signo de fraternidad verdadera. En síntesis, tres son las presencias de Cristo que nos permiten encontrarnos con Él, a saber: los hermanos o fraternidad comunitaria: está en un hombre, una mujer y otras personas en diversas condiciones humanas, en los que sufren, los pobres, los marginados, los cautivos y cautivas en esta sociedad de hoy. En segundo lugar, Cristo está en la Palabra, la Sagrada Escritura en su conjunto y ahí lo encontramos cuando la leemos, la escuchamos, la meditamos, la ponemos en práctica. Toda la Biblia nos habla de Cristo y sólo desde Él tiene pleno sentido. Y en tercer lugar, Cristo está presente en el pan y el vino consagrados y cuando nos reunimos a celebrar y comer la eucaristía nos encontramos con la maravillosa realidad espiritual del Resucitado, que es alimento de vida eterna para los peregrinos en esta tierra. Si echas de menos la celebración eucarística, la reunión fraterna en el templo, únete al Señor y a su Iglesia en espíritu y en verdad y adora al Padre por el Hijo y en el Espíritu con el deseo interior de seguir siendo fiel y constante discípulo que comprende el delicado momento que estamos viviendo y pregúntate: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?
Un saludo fraterno y hasta pronto.
Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.