Dame, Señor, tu Vida Nueva para vencer el miedo y atreverme a creer en Ti
El evangelio de este segundo domingo de Pascua nos sitúa en la tarde del mismo domingo del Resucitado y ante unos discípulos reunidos en una casa a puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Es bueno tomar conciencia de la real situación que estamos viviendo. Nos ha costado abandonar el encierro que la pandemia nos impuso. Tenemos miedo. Siempre el miedo es una parálisis, un detenerse sin avanzar, el miedo encierra no sólo dentro de la casa material sino también, y es lo peor, encierra en sí mismo, en el yo y sus temores. En los temores o miedos se agigantan los enemigos, se duplican los recursos del encierro y se va demoliendo la confianza hasta en sí mismo. Es un hecho que los tiranos y los revolucionarios saben muy bien que infundiendo el máximo de miedo y provocando el máximo de terror sobre las masas indefensas logran apoderarse de los países y dominarlos a su antojo. Se trata de provocar el máximo de terror anulando la respuesta de defensa. De esto nosotros tenemos una cercana y dolorosa experiencia como país. No será fácil olvidar el fatídico 18 de octubre del 2019 y sus secuelas de destrucción y dolor. La estrategia no fue otra que producir el máximo de miedo a través de la destrucción y terror cubriéndolo todo bajo el absurdo epitafio de “manifestación pacífica”, una auténtica burla. No fue menos el engaño de justificar esta estrategia del miedo con las “causas justas del pueblo”. Hoy estamos sumergidos en este otro miedo frente a nuestra mundial situación de esta temible guerra nuclear. Tenemos la esperanza que superaremos este peligro de muerte, pero también esperamos que este tiempo nos haga recapacitar, porque hay muchos signos de pérdida de rumbo o falta de sentido con que estamos viviendo. Se dice que nuestro problema de fondo es ético, es decir, tiene que ver con la manera cómo estamos construyendo la sociedad, la familia, la vida misma. No podemos continuar con esta sacralizada actitud egocéntrica, esta lepra de vivir cada uno preocupado y centrado en su bienestar. Hay que recuperar el sentido de la fraternidad humana y cristiana. Tenemos que dejar que Jesús Resucitado nos ayude a salir del nocivo encierro egoísta y con Él vayamos redescubriendo a la otra persona, al otro y a los otros. El Señor Resucitado tiene poder para hacernos salir de estos encierros tan enfermizos en que nos hemos encasillados. Nos parecemos a los discípulos “encerrados por miedo a los judíos”. La actual situación que vivimos nos está reeducando en la escuela de saber pensar y actuar considerando al otro. No lo hagamos por miedo sino, superada esta situación con la ayuda de Dios, tratemos de reencontrar el camino de una sociedad más acogedora, más solidaria, más fraterna, más democrática y de libertad responsable. Y verás cómo quieren en Chile debería volver a ser nuestra canción representativa del “alma nacional”. Entonces Chile sería un país digno acogiendo a Jesucristo y su evangelio porque sólo Él puede transformar los corazones heridos por tanta división y violencia, y entonces podremos comprender la transformación que vivieron los discípulos que, de hombre miedosos y encerrados, se convirtieron en animados anunciadores de la Buena Nueva de Jesucristo y salieron a anunciarla y a vivirla con valentía y convicción. Dichosos los que creen sin haber visto. Hagamos de esta bienaventuranza una realidad cada día. Hay muchas formas para ayudar al otro, tales como orar por sus intenciones, llamarlo y mantener el contacto, vencer el aislamiento y reunirse a dialogar, compartir, celebrar los misterios de la fe y, sobre todo, ejercitar la escucha y el intercambio, respetando siempre las normas de autocuidado.
PALABRA DE VIDA
Hch 2, 42-47 Los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común
Sal 117, 2-4.13-15.22-24 ¡Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor!
1Pe 1, 3-9 “Dios nos ha hecho renacer para una esperanza viva”.
Jn 20, 19-31 “Felices los que crean sin haber visto”
San Juan Pablo II, de feliz memoria, estableció, durante el Jubileo del año 2000, que en toda la Iglesia el domingo que sigue a la Pascua se denominara también Domingo de la Misericordia Divina. Tal determinación coincidió con la canonización de la hermana religiosa polaca Faustina Kowalska (1905- 1938) llamada Apóstol de la Divina Misericordia. Actualicemos esta actitud evangélica ya que no es posible eliminar completamente el mal, el pecado; sólo la misericordia hace posible una fraternidad en camino, una Iglesia peregrina siempre en proceso de conversión. La misericordia por esencia es de Dios y la ejercita sin cesar en favor del pecador y perdido. Nunca es una actitud instantánea sino un trabajo lento y persistente: hay que hacerse misericordioso como Dios nuestro Padre es misericordioso. Nada fácil pero no imposible.
Dejemos que la Palabra de Dios, traspasada por el gran anuncio de la resurrección de Cristo, nos haga partícipes de la extraordinaria bienaventuranza de los dichosos o felices por creer en el Resucitado sin haber visto. Pero esta dicha se traduce en un estilo de vida que caracteriza a la comunidad de discípulos del Viviente, Jesús de Nazaret. La vida comunitaria es el gran gesto de los que hemos resucitado en verdad.
Del Libro de los Hechos de los Apóstoles 2, 42 – 47
¿Ideal o realidad? Ambas a la vez y no es necesario optar por una u otra. Las dos, ideal y realidad, son indispensables en la vida humana y con toda razón en la vida cristiana. San Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, nos ofrece unos resúmenes o sumarios que cierran una narración y abren otra. Un primer sumario lo encontramos en Hc 1, 12 -14 y se refiere a la inmediata situación después de la Ascensión del Señor al cielo y cómo el grupo se prepara para la siguiente elección de Matías. El texto de la primera lectura de hoy, Hc 2, 42 – 47, es el segundo resumen o sumario acerca de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. Con este sumario Lucas cierra lo concerniente a Pentecostés. Nos cuenta brevemente acerca de la vida interna de la primera comunidad cristiana como un efecto inmediato de la acción del Espíritu Santo. El don del Espíritu produce en los creyentes unas actitudes y prácticas que expresan y sostienen esa vida: en primer lugar, la escucha del evangelio o como se lo menciona “enseñanza de los apóstoles”. ¿Qué otra cosa podían enseñar que no fuera el mensaje acerca de Jesús, muerto y resucitado? Luego se menciona la vida en común o vida comunitaria donde se vive en función del bien común como la fraternidad, la concordia, la paz, etc. En un mundo tan dividido, la comunidad cristiana era una propuesta alternativa de un estilo de vida que partía del mutuo reconocimiento. Otro aspecto a destacar es la “fracción del pan y las oraciones”. La Iglesia primitiva designaba a la eucaristía como “fracción del pan” acentuando el aspecto de comunión con Cristo que viven los cristianos en este sacramento. Esta común unión además se expresaba en la posesión común de los bienes, para lo cual los ricos repartían sus bienes entre los pobres. Esto es absolutamente nuevo: sin desprendimiento de los bienes no es posible edificar una vida común o en común. Es indispensable compartir los bienes lo que implica desprendimiento real, efectivo y afectivo de las cosas. No impera una razón de austeridad o un desprecio de los bienes materiales sino la decisión de entrar a vivir en la comunidad fraterna. Humanamente parece muy difícil pero el Espíritu Santo puede producir ese milagro. Un principio extraordinario es que a nadie le falte lo necesario para llevar una vida digna y que a cada uno se le dé según su necesidad. ¿Ideal o realidad? Este modelo de vida cristiana describe los rasgos esenciales de toda otra comunidad que en nombre de Cristo quiera hacer suyo este estilo evangélico de vida. Es ideal de vida por alcanzar siempre y es realidad que vamos experimentando cada día en la trabajosa edificación de la fraternidad. Revisemos nuestra actual experiencia comunitaria comenzando por la propia familia, una verdadera iglesia doméstica. ¿Cómo nos afecta la cultura del individualismo o del narcisismo imperante nuestro ideal práctico de la comunidad fraterna?
Salmo 117, 2-4.13-15.22-24 es un solemne canto de acción de gracias en clara relación con un momento cultual o litúrgico. La liturgia insinúa la celebración de una victoria de Israel la que pone de manifiesto el amor de Dios por su pueblo. Nuestra liturgia cristiana canta la victoria de Cristo en su resurrección dándole un sentido marcadamente pascual. “La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular… Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él” (v.22.24) son certezas que se repiten continuamente en la liturgia, en la Palabra y referencias cristológicas. Es un salmo pascual sin lugar a dudas.
De la Primera Carta de San Pedro 1, 3-9
Estamos ante una bendición solemne, al estilo de las bendiciones judías, que podemos entender como una acción de gracias. El autor de la carta bendice a Dios o le da gracias por la salvación que han recibido las comunidades al renacer a la nueva vida. El texto es un himno que tiene la forma de una profesión de fe, recitada en un clima de oración, en la que desfilan los principales temas de la catequesis bautismal en la que ya han sido iniciados los oyentes. La fuente de esta nueva vida es el plan misericordioso del Padre de Nuestro Señor Jesucristo, realizado en la muerte y resurrección de Cristo y está alimentada por la fe, custodiada por Dios y animada por la esperanza viva de “una herencia que no puede destruirse, ni marchitarse, reservada para ustedes en el cielo” (v. 4). Aunque estos cristianos no conocieron ni vieron personalmente a Jesucristo, sin embargo “ustedes lo aman sin haberlo visto y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con gozo indecible y glorioso” (v. 8). Esta fe es mucho más digna de destacar porque están pasando momentos duros: “Alégrense, aunque por el momento tengan que soportar pruebas diversas” (v.6). Y entonces deben comprender que la fe se prueba como el oro purificado por el fuego. Es la forma de alentarlos en medio de las dificultades presentes. ¿Qué me dice esta realidad de los creyentes a los que se dirige la primera Carta de Pedro? ¿Acepto que debo purificarme por el fuego de la prueba y contrariedades de la vida para que mi fe sea auténtica? ¿Qué me dice a mí la realidad de los cristianos perseguidos hoy?
Del evangelio según San Juan 20, 19-31
Ya dijimos que dos son las pruebas de la resurrección: el sepulcro vacío y las apariciones del Resucitado. Hoy estamos ante un relato de una aparición a los discípulos acontecida el primer día de la semana al atardecer. Se resalta que están reunidos “con las puertas cerradas por miedo a los judíos” (v. 19). Este “primer día” es referencia al primer día de la nueva creación que acontece con Jesús muerto y resucitado. Como señala el libro del Génesis 1,1: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”, así también el Resucitado crea un nuevo mundo, y lo antiguo ha pasado. Y entonces nuestra vida de fe y nuestras comunidades pueden situarse o en el antiguo estado de miedo y repliegue o efectivamente viven este “primer día” de la nueva creación con alegría y fuerza. Por otra parte, el Resucitado aglutina, convoca, reúne y congrega a los creyentes librándoles del aislamiento y miedos para hacerlos comunidad y enviarlos a la misión. Deben dar testimonio de lo que han visto y oído, es decir, de los signos del paso del Resucitado por sus vidas. El Resucitado reaviva la fe y reanima para enviar. En cada Pascua la Iglesia comienza a vivir como en el “primer día” de la nueva creación. La semana cristiana se abre siempre con el “primer día de la nueva creación”, el “día del Señor”, el Domingo.
El texto del evangelio de este domingo se divide en tres partes: la primera (vv, 19-23) Jesús vuelve a encontrarse con sus discípulos, los libera del miedo y los envía a continuar su misión, para lo cual les regala el Espíritu. La idea central es que la comunidad cristiana se constituye alrededor de Jesús vivo y presente, muerto y resucitado. Prestemos atención al modo como Jesús les comunica su Espíritu: “Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo” (v.22). Nos recuerda el soplo de Dios en la nariz del hombre : “Entonces Yahvé Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). Precisamente Adán, nombre del primer hombre, viene del suelo = adamá = polvo. De aquí la sentencia de condenación: “Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gn 3,19). Pero, al mismo tiempo, “insufló en sus narices aliento de vida”. Aliento, nefes en hebreo que designa a un ser animado por un soplo vital, también manifestado por el “espíritu” o ruah (= soplo, aliento, viento).
La segunda parte de nuestro evangelio de hoy (vv. 24 – 29), se refiere a la incredulidad de Tomás. Este apóstol representa a aquellos que no hacen caso al testimonio de la comunidad ni perciben los signos de la nueva vida del Resucitado. Para creer necesitan pruebas y señales. Tampoco Tomás busca a Jesús sino un cadáver donde comprobar los signos de su pasión: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo le dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré” (v. 25). Jesús le concede lo que pide pero no aisladamente sino en medio de la comunidad. Tomás logra creer y su confesión de fe es la que reconoce al Resucitado: “Señor mío y Dios mío”. La enseñanza es elocuente: quien no se integra ni participa en la comunidad de Jesús, no puede sino pedir “pruebas y señales” por su cuenta. El Resucitado está en medio de la comunidad de los discípulos que creen en Él como el que vive y está en medio. El caso de Tomás es pedagógico, catequético, pues sirve para mostrar que hay requisitos indispensables para no caer en la incredulidad o en la indiferencia como son: la escucha de la Palabra de Dios, ya que Dios habla de muchas maneras y es necesario estar atento a esas voces de Dios o dar primacía al testimonio de tantos testigos del Señor no sólo dentro de la Iglesia sino también fuera de ella; y fundamental es formar parte de la comunidad cristiana. Son formas concretas para no caer en la incredulidad o la indiferencia. Los signos del Señor Resucitado están diseminados en el mundo real pero hay que saber descubrirlos. Si digo que creo en Dios pero no en la Iglesia es muy difícil que llegue a la verdadera fe. La comunidad, con todas las imperfecciones humanas que le aportamos los seres humanos que la integramos, es el espacio privilegiado para vivir y encontrar la fe en el Señor muerto y resucitado.
La tercera parte (vv. 30-31), es la primera conclusión del evangelio, identificado como el Libro de los Signos o Señales que nos hablan del misterio de Cristo y del Reino. Es interesante el objetivo para el que se ha escrito el evangelio: “Éstas quedan escritas para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida por medio de él” (v.31). De este modo, los creyentes viven un encuentro con Jesús, el Mesías, en la comunidad de los discípulos y a través del Evangelio escrito como Palabra de Dios. Y esto nos conduce directamente a la eucaristía, el máximo “signo” del Resucitado, presencia y comunión de la vida nueva, el Signo imprescindible de la presencia real y sacramental del Resucitado. No es extraño que los dos discípulos de Emaús reconozcan la identidad del Peregrino precisamente en la fracción del pan y sólo “entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su vista” (Lc 24, 31).
¡Qué maravillosa es nuestra fe cristiana! Hay que reconocer los signos, los gestos, las palabras de Jesús que vive en medio de nosotros. El Resucitado está a nuestro alcance y no tenemos que buscarlo lejos y espacios inaccesibles. “El Señor está con ustedes”.
Que el Señor los bendiga.
Fr. Carlos A. Espinoza I. O. de M.