5°DOMINGO DE CUARESMA (C)
Provincia Mercedaria
de Chile

5°DOMINGO DE CUARESMA (C)

Sábado 02 de Abril, 2022

 


¡SEÑOR!, haz de nuestras comunidades espacios  de diálogo y de perdón, de acogida y de escucha, de formación y de comunión fraterna.

                Lanzar piedras en las manifestaciones y protestas se ha hecho tan común como apoderarse de la calle y de los espacios públicos destinados a la comunidad que habita nuestras ciudades. Es una forma de agresión que normalmente queda impune. Entonces los sufridos ciudadanos deben aprender a tolerar el constante atropello de sus bienes, personas, espacios y libertades ciudadanas. El asunto no es tan fácil de comprender. Muchas personas deben suspender sus horas de exámenes médicos o tratamientos indispensables. Incluso los templos y las actividades pastorales deben regirse por “el calendario oculto” de las concentraciones y protestas. Estamos atenazados por la mal entendida libertad. Porque efectivamente la libertad sólo es posible si hay conciencia y responsabilidad personal de los actos que se promueven por las diversas causas, sin ninguna consideración por los demás. Estamos envueltos en una sensación de una anarquía ya establecida por la fuerza aunque con cero razón. Así se han socavado las bases mismas de una convivencia democrática, inteligente y responsable. En este panorama es absurdo redactar una nueva constitución política del Estado de Chile. ¿Acaso la causante de este estado de cosas es el texto constitucional que ha regido la vida democrática de Chile? Ciertamente que no. Un nuevo texto constitucional no arregla nada. Hemos perdido el sentido de ciudadanía democrática, el llamado “espíritu democrático” y se ha instalado la anarquía. En este sentido tirar piedras es sólo un botón de muestra del estado calamitoso en que nos encontramos. Es patético que ya se esté usando los medios digitales para amenazar de muerte a grupos de alumnos de algunos colegios. ¿Qué nos está pasando?, ¿qué nos ha pasado? ¿Cómo es posible este conjunto de hechos violentos que están dominando la escena diaria de nuestro hermoso país? Pero es hora y es oportuno que cada uno  asuma su propia responsabilidad en esta triste y preocupante situación. Fácil sería indicar con el dedo a éste o aquel grupo, pero ese ejercicio no sirve para mejorar nada. Cada uno tendría que mirarse en el espejo de la Palabra de Jesús: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Es fácil tirar piedras, es decir, juzgar a los demás. También Jesús nos propone: “No juzguen y Dios no los juzgará. No condenen y Dios no los condenará. Perdonen y Dios los perdonará. Den y Dios les dará” (Lc 6, 37-38). Tenemos miedo que la conversión que se nos pide vaya “ hasta desestabilizar nuestras seguridades inseguras”. Y ciertamente no se trata de un cambio periférico, de superficie, de apariencia; por el contrario, es u cambio de dirección de la vida y a eso apunta la palabra griega “metanoia”. Se trata de un cambio real y no fantasía, de un vuelco existencial de envergadura y por eso vale la pena acogerlo. El cambio tiene hondas repercusiones sociales que comprometen nuestra forma de tratar e integrar al otro y a los otros. El evangelio quiebra los esquemas de una cultura cimentada sobre las excelencias y poderes fácticos como criterio de realización y brillantez individual. El evangelio nos sitúa en las periferias de lo humano, en el mundo real de la miseria, del pecado, del abandono, de las esclavitudes que cercenan la dignidad humana. Cada domingo tenemos la oportunidad de ser sorprendidos por su palabra y sus modos concretos de relacionarse. Este domingo nos brinda una lección magistral: todos somos pecadores y no tenemos derecho a “tirar piedras a nadie”.   

               

PALABRA DE VIDA

Is 43, 16-21         Miren que realizo algo nuevo; y está brotando, ¿no lo notan?

Sal 125, 1-6                ¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros!

Flp 3, 8-14           Olvidándome de lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por    delante.

Jn 8, 1-11             Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más

¡Increíble! Estamos a las puertas de la celebración de la Pascua. Nos preguntamos si la Cuaresma habrá dejado huella o se nos habrá pasado sin darnos cuenta. En este domingo quinto de cuaresma se nos propone otra lección estupenda para nuestra vida cristiana como es aprender a no juzgar ni condenar al pecador. ¡Con que facilidad nos convertimos en severos e implacables jueces de los demás! Nuestros juicios tienden a ser lapidarios, sin compasión ni misericordia. Dice el Papa Francisco: “Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio parcial y por nuestra presunción de saberlo todo”. Resonará la sentencia de Jesús: “El que no tenga pecado, tire la primera piedra”. Un nuevo motivo para entender que la Cuaresma nos exige un cambio real que haga concreto el evangelio como auténtica buena noticia.

                Dejemos que la Palabra nos interpele y para ello cultivemos el silencio interior y dejemos que transforme el corazón de piedra con que nos defendemos del evangelio y de la verdad. Sólo la Palabra tiene poder de cambiarnos en serio.

                Del libro del profeta Isaías 43, 16-21

                La primera lectura, tomada del profeta Isaías, nos sitúa en el Isaías II que abarca desde los   capítulos 40 a 55 y es obra de un profeta anónimo que ejerció su ministerio entre los desterrados de Babilonia durante el ascenso al poder del rey Ciro entre los años 553- 539 a.C. En el año 539 Ciro toma la capital de Babilonia y se proclama emperador y como tal inicia una política de tolerancia que culmina con el edicto de repatriación de los judíos desterrados en Babilonia. Esto acontecía el año 538 a.C. El autor de este segundo Isaías se revela como un buen teólogo y destacado poeta. Concibe su obra como un segundo éxodo, semejante y más glorioso que el primero. El destierro es un lugar de redención  de Israel y se anuncia el futuro con maestría poética. Es el profeta de la esperanza y debe luchar contra un pueblo fracasado o resignado o desalentado. Es en este segundo Isaías que encontramos los extraordinarios cuatro cantos dedicados a un personaje anónimo que recibe el nombre de Siervo. El texto que hoy leemos en la primera lectura se refiere a la salvación que espera a un Israel  desterrado. Será un nuevo éxodo más maravilloso que el primero. En Is 43, 16 y 17 se refieren al primer éxodo que Dios realizó en favor de los israelitas al sacarlos de la esclavitud de Egipto bajo el mando de Moisés. Así se expresa: “Así dice el Señor, que abrió camino en el mar  y senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, tropa con sus valientes: caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue”. Y, en Ios versículos 18-21 el profeta describe el nuevo éxodo que Dios realiza con el retorno de los desterrados en Babilonia, más maravilloso que el primero: “Sí, abriré en el desierto un camino, ríos en la arena” (v.19). Esta palabra profética siempre nos es necesaria para nosotros que corremos la tentación de perder la esperanza y vivir en desaliento y pesimismo. Nos enseña a mirar la realidad opaca de nuestra peregrinación desde el proyecto de Dios manifestado en Cristo, desde la esperanza de un cambio profundo que ya está en acción. Ese “algo nuevo” ya está brotando, ¿no lo notáis?, nos pregunta también a nosotros sumergidos en nuestras actuales dificultades. El Reino está ya incoado en nuestra vida, en nuestra historia a pesar de nuestros errores y fallos. ¿Qué signos lo señalan como una presencia en el aquí y ahora?

                Salmo 125 es un canto de peregrinación, una oración de los repatriados de Babilonia a su añorada Jerusalén conforme al edicto de Ciro en el año 538 a.C. pero al retornar no faltaron las dificultades de la restauración social y nacional. Por eso este salmo se ambienta en un contexto de incertidumbre. Reconstruir siempre es tarea trabajosa como acontece con nuestro proceso de conversión. Entonces adquiere pleno sentido la súplica: “¡Cambia, Señor, nuestra suerte como los torrentes del Négueb” (v.4).

                De la carta de san Pablo a los Filipenses 3, 8-14

                La segunda lectura, tomada de la afectuosa Carta a los Filipenses, nos comunica un hermoso texto en el que San Pablo resalta la novedad absoluta que significó para él conocer y seguir a Cristo. Así se abre el texto: “Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor” (v. 8). En realidad a Pablo no le faltaban méritos como hombre cumplidor de la ley y practicante de las normas, no olvidemos que era del grupo de los rigurosos fariseos,  pero todo eso se ha convertido en “pérdida” comparado con la “ganancia” que significó para el Apóstol el conocimiento de Cristo Jesús. Es un cambio tan radical en la valoración que Pablo ha virado en 180 grados como lo señala en el versículo 8. Lo expresa con una frase tajante: “Pero lo que antes consideré ganancia, lo tengo ahora por pérdida a causa de Cristo” (v-7). El gran objetivo de vida del Apóstol es “conocer a Cristo” y sentir “el poder de su resurrección”, “tomar parte en sus sufrimientos”, “configurarme con su muerte con la esperanza de alcanzar la resurrección de la muerte” (v. 10s). De este encuentro personal con Cristo nace una amistad tan grande que la vida entera queda envuelta en un afán fundamental como es alcanzar el premio, ir tras la conquista de la meta que no es otra que alcanzar a Cristo Jesús. Así como Cristo alcanzó a Pablo en el camino de Damasco, ahora Pablo corre para alcanzar finalmente a Cristo. Es un “atleta de Dios” que esforzadamente se lanza a conquistar el premio final de la vida gloriosa, “y corro hacia la meta” (v. 14). ¿Cuál  es mi meta como cristiano?¿En qué me parezco a Pablo? ¿Corro o estoy detenido, sin valor ni ganas?

                Del evangelio de san Juan 8, 1-11

                El evangelio, tomado de San Juan 8, 1-11, nos enseña que todos tenemos techo de vidrio y que no debemos tirar piedras al tejado de vidrio del vecino. Jesús nos ofrece un ejemplo concreto de lo que significa la compasión y el perdón de los pecados. Estamos ante una narración que no calza con el estilo del cuarto evangelio sino más bien con los sinópticos y muy especialmente con San Lucas. Es una narración que resalta la misericordia o compasión ante la pecadora. Esto no es obstáculo para descubrir en esta página del evangelio una palabra de Dios igualmente revelada por Dios, sin importar mucho si es o no es de San Juan. Su mensaje es muy incisivo para todos los tiempos.

                Partamos recordando que el adulterio en Israel era considerado como delito público y falta contra lo prescrito por Dios. En el libro del Levítico 20 se señala que esta falta estaba penada con la muerte a pedradas. Desgraciadamente la interpretación del asunto desde una cultura dominada por hombres en detrimento de la mujer hacía de esta normativa sólo aplicable a la mujer. Es cierto que el adulterio del hombre casado era considerado sólo si tenía relaciones con una mujer casada, pero si ésta era  soltera, esclava o prostituta  no se consideraba como adulterio. Si se comprobaba el adulterio tanto la mujer como el hombre eran condenados a muerte a pedradas.

                El evangelio de hoy deja claro que usamos un doble estándar para juzgar: indulgentes cuando estamos  nosotros involucrados y severos con los demás. Esto queda sumamente claro cuando Jesús denuncia esta manera de juzgar. Los acusadores se fueron retirando uno a uno empezando por los más viejos. Jesús establece un criterio único para juzgar: todos somos pecadores. “Letrados y fariseos” representan a cuantos juzgamos con dureza antievangélica mientras Jesús  muestra el actuar misericordioso de Dios a favor del pecador. El relato deja clara la extrema severidad implacable del sistema religioso imperante en tiempos de Jesús, en oposición al actuar misericordioso y compasivo de Dios, manifestado en la acogida y atención de Jesús hacia los pecadores. La adúltera puede representar al pueblo  que no es inocente pero maltratado por quienes los dirigen, civiles y religiosos. No olvidemos que el trasfondo de la narración es una trampa que se le tiende a Jesús por sus enemigos. Si Jesús aceptaba lo solicitado por los acusadores contra la mujer, estaba aprobando la ley judía. Asume un camino que devuelve la conciencia de pecadores a los acusadores y absuelve a la acusada dejándole un compromiso de no pecar más.

                La enseñanza de este evangelio es muy rica y quisiera destacar todavía algo más. Primero Dios acoge a los pecadores en Jesús, Él es la manifestación de la misericordia del Padre Eterno hacia los pecadores. Dios y Jesús no quieren la muerte del pecador sino que se rehabilite y se salve. La situación de la mujer adúltera nos puede representar a todos, individual y comunitariamente. Todos hemos pecado y estamos envueltos en la misericordia divina. Dios en Cristo nos acoge siempre, sin importar la magnitud ni gravedad de nuestro pecado. Pero ¿hay conciencia de pecado y de que somos pecadores? Sin conciencia de pecado es muy difícil descubrir el plan misericordioso del Padre y la necesidad de pedir y dar perdón. Nos sumerge una actitud de apariencia de bondad, lo que queda al descubierto como falta de honestidad en todos los niveles sociales y en todas las instituciones. El tema de la conciencia moral, conciencia de pecado, está pendiente en la vida de hoy.

                Jesús, mostrando la actitud misericordiosa y compasiva de su Padre, nos enseña que la misericordia cree en el posible cambio del pecador. Revela una confianza que no siempre el pecador descubre. Dios siempre confía y espera ese cambio, aunque la porfiada realidad de la fragilidad humana retarda esa misericordia transformante. Y cuando  ya no creemos en el otro y empezamos a mirarlo con sospecha, desconfianza y maldad, no hay espacio para la misericordia que Jesús nos pide. No basta con la justicia aunque es siempre fundamento de la vida; hay que abrirse al perdón que gratuitamente se nos otorga por medio de Cristo y en su Iglesia; entonces podemos realizar lo que nos pide el evangelios: “Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso”.  Mientras el castigo querido por los enemigos de Jesús es estéril, el perdón de Jesús es creativo. Los acusadores intentan sepultar el pasado y la persona de la pecadora con un severo castigo como es su muerte; en cambio Jesús, no condenándola, la rehabilita como persona ante Dios, ante los demás y ante sí misma.

                Tenemos mucho que aprender de la actitud de Jesús y del modo de confrontarla con nuestras conductas condenatorias y severas hacia los demás. Dos sentencias deben resonar en nuestro interior: “El que no tenga pecado, tire la primera piedra”  y “Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más”. Cada vez que somos perdonados por el Señor en el sacramento de la reconciliación nos comprometemos a abandonar el pecado para vivir en la libertad que Cristo nos ha conquistado.                                                                                                     Un saludo fraterno.                                                                      

Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.

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