DOMINGO 19° DURANTE EL AÑO ( B )
Provincia Mercedaria
de Chile

DOMINGO 19° DURANTE EL AÑO ( B )

Viernes 06 de Agosto, 2021

 


“Levántate, come, porque todavía te queda mucho por caminar”

                Hoy la Palabra de Dios sale a nuestro encuentro en este estrecho y difícil momento que vivimos como país y como habitantes de a pie en este bello rincón del mundo, nuestro querido Chile. El primer texto que hoy nos ofrece el Señor está tomado del primer libro de los Reyes y, nada menos que del sorprendente capítulo 19. El protagonista es el profeta Elías. Y como Dios actúa en la historia concreta siempre, junto al profeta está la señora Jezabel, esposa del  debilucho rey AJab.  De hecho la que gobernaba y tomaba las decisiones era Jezabel. Por eso, el tímido rey Ajab le contó todo lo que Elías había hecho con los profetas de los ídolos, pues sabía que ella haría todo lo que él no podía hacer: vengarse y amenazar a Elías. Y es Jezabel la que le envía  un mensaje  a Elías que no podía ser más claro y preciso: “Que los dioses me castiguen si mañana, a la misma hora, yo no hago con tu vida lo que tú hiciste con la de ellos”. El fogoso Elías, portador de la Palabra del único Dios, se llenó de miedo y arrancó para salvar su vida, lo más lejos que pudo. Y el miedo trae consigo la huida. En efecto, el profeta Elías “partió en seguida para salvar su vida”, dice el texto sagrado. El miedo indica que está en peligro la vida misma. Y cuando el miedo es colectivo cada uno busca huir para salvar su vida. Los caminos de la huida son muchos. Desde abandonar el lugar a entregarse a consumos destructivos; las formas de apaciguar el miedo son variadas y todas ellas pueden ser huidas de sí mismo, de sus deberes, de su entorno,  incluso puede ser huida de Dios, de su misterio y de su amor. Las huidas de si mismo son frecuentes porque se tiene miedo a enfrentarse consigo mismo. Se huye y se esconde la  persona  en el alcohol, la violencia, la vagancia, el placer, el dinero, la pornografía, etc. Elías deja a su sirviente a mitad de camino y continúa solitario su huida. Se internó en el desierto, como Israel cuando  Dios lo sacó de la esclavitud de Egipto. “Y al final se sentó bajo una retama”, dice el texto. “Y entonces se deseó la muerte y exclamó: ¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!” Elías toca fondo, se siente pésimo y sólo desea la muerte, porque es el único descanso que le queda. ¿Será un síntoma de depresión aguda? ¡Qué fácil explicación! No. Es mucho más profunda la realidad que Elías está viviendo. Es la conciencia de su condición humana a fondo. Es darse cuenta que se es como el resto de los seres humanos. Elías ha captado a fondo su límite, su realidad de profeta de Dios pero envuelto en la fragilidad de cualquier ser humano. Es el itinerario que cada creyente debe hacer si quiere ir al encuentro con Dios. En ese encuentro se percibe la infinita distancia del ser humano con Dios. Y justamente Elías logra entrar en ese misterio divino una vez que ha superado  la dura prueba de su finitud. Pero esto fue posible al cuidado bondadoso de Dios que lo alimentó y lo despertó de su deseo de morir. Dios nos llevará de la mano por los caminos que Él ha previsto en su providencia admirable para que entremos en la intimidad con Aquel que nos llamó a la vida y nos comunica su amistad respetando nuestros propios procesos humanos hasta que alcancemos  la plena comunión con su  Misterio admirable. ¿Qué significa para ti esta lectura tan especial y tan profunda de este domingo? ¿No será ésta una llamada indispensable para nosotros que transitamos  por los temores, las huidas o evasiones, los desalientos profundos? ¿Qué luces arroja  la historia del profeta Elías sobre nuestro propio proceso espiritual?          

PALABRA DE VIDA

1Reyes 19, 1-8  Y con la fuerza de aquel alimento caminó hasta el monte de Dios

Sal 33, 2-9                ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!

Ef 4, 30- 5, 2       Sigan el camino del amor a ejemplo de Cristo

Jn 6, 41-51          El que coma de este pan vivirá eternamente

                Y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo es la frase con que concluye el evangelio de este domingo. La palabra clave para comprender el alcance de esta sentencia de Jesús es “carne” (en hebreo bâsâr, en griego sarx). Es importante aceptar que nuestra comprensión inmediata de este vocablo es muy distinta al sentido bíblico. Y en primer lugar se refiere a la condición de creatura: el hombre es carne. Designa a la persona y no a una parte de ella como es típico en los dualismos de carne y espíritu. Así, por ejemplo, cuando se refiere al matrimonio dice del hombre y la mujer que “los dos serán una sola carne”, es decir, una unidad real tan única que los dos se funden en una realidad nueva. Carne designa a la persona en su totalidad y por eso sirve para poner de relieve la condición humana y su fragilidad. Cuando se dice que “el Verbo se hizo carne” estamos diciendo que el Hijo de Dios ha tomado, ha hecho suya la condición humana, idéntica a la nuestra pero sin el pecado. Jesús es un hombre verdadero, sujeto a las limitaciones de este mundo terreno, pero él no experimentó la corrupción, por ser Hijo de Dios. “Comer la carne y beber la sangre” de Jesús es “comerle a él”, es unirse profundamente a él por medio del Espíritu que vivifica. El texto dice entonces que el pan que Jesús da ya no se refiere al pan material sino a su propia persona, en su misteriosa realidad de Dios y hombre verdadero. La comunión eucarística es entrar en esa comunión maravillosa del discípulo y su Señor, haciendo que la realidad de Jesús vaya transformando nuestra realidad.

                Entremos al breve examen de la Palabra de Dios, que es nuestra primera mesa nutritiva de nuestra vida entera, humana y divina al mismo tiempo.

                Del Primer Libro de los Reyes 19, 1- 8

                Uno de los pasajes bíblicos más hermosos, este capítulo 19. Su protagonista es un hombre de Dios, un profeta de fuego como fue Elías, originario de Tisbé de Galaad y conocido como “el tesbita”. Una visión más amplia del profeta la tienes si lees los capítulos 17 – 19 de 1Reyes. El texto de la primera lectura de hoy nos introduce en ese momento que Elías es perseguido por Jezabel, la esposa del rey Ajab, y está amenazado de muerte. El profeta emprende una peregrinación como si quisiera volver a comenzar de nuevo. Busca salvar su vida y se interna en el desierto; después de una agotadora jornada de camino solo, “se sentó bajo una retama y se deseó la muerte”. Y he aquí que Dios no lo abandona. Le ofrece un alimento que lo fortalece y logra reemprender su camino. Si al inicio el camino es una huida de la amenaza de Jezabel, ahora es una peregrinación “hasta el Horeb, el monte de Dios”. Así queda simbolizada la experiencia de Israel: en el desierto aprende a ir al encuentro con Dios. Fijémonos en las etapas del viaje de Elías: la ciudad, el desierto, la montaña, el ángel, la presencia de Dios. Descubrimos aquí un símbolo de la existencia humana, marcada por una serie de altibajos que se expresan en las actitudes y sentimientos de Elías, tales como miedo, tedio, aburrimiento, hambre, desesperación, culpabilidad. Es Dios que nos pone de nuevo en el camino hacia su encuentro. La peregrinación de Elías al Monte Sinaí (= Horeb) constituye un auténtico “retorno a las fuentes”, a Dios, origen y sentido de Israel. ¿No habrá que volver a Cristo, al Evangelio? ¿Tienes presente que “estás en camino” hacia la patria definitiva? ¿Qué cosas te impiden hacer camino evangélico profético hoy?

                Salmo 33, 2-9, es un salmo de acción de gracias que transmite una serena sabiduría, y enseña que la felicidad auténtica y la vida misma están en el temor del Señor y la práctica de las buenas obras. El texto que nos sirve de respuesta al Señor está centrado en el reconocimiento de la bondad de Dios, lo que sólo es posible si todavía tenemos la capacidad de asombro frente a la vida y al misterio de Dios que nos envuelve.

                De la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso 4,30- 5,2

                Seguimos con la sección exhortativa de esta carta acerca de la conducta cristiana. Es interesante descubrir que la fe en Jesucristo implica una vida nueva y ésta se manifiesta en un comportamiento coherente con las verdades de fe. El problema es cómo vivir las exigencias éticas o morales del evangelio cuando la mentalidad de la época está marcada por una idea que los valores y normas morales las determina cada uno a su manera, sin referencia explícita al evangelio. Es el subjetivismo moral, es “la moral a la carta”, a pedido del consumidor. Y hemos llegado a creer que no hay normas universales sino que cada uno se hace la norma a su modo. Es un relativismo asfixiante: se descarta el valor moral objetivo, universal. Y así nos hace muy bien escuchar a San Pablo. Su llamado tiene una completa vigencia. Notemos que el llamado no es para los no creyentes sino precisamente para nosotros, los cristianos. Estas sanas normas de vida son saludables para la persona y para la comunidad. El modelo de esta vida nueva que se nos recuerda a los cristianos es Cristo. Y una linda advertencia: “No entristezcan al Espíritu de Dios, que los marcó con su sello para el día del rescate” (v. 30). Esto acontece cuando no seguimos sus inspiraciones sino nuestros caprichos. Una fe sin obras está muerta. Un cristiano que vive a la deriva deja mucho que desear. Se convierte en el cura Gatica que predica pero no practica. Nuestra gran prueba de credibilidad es lo que estamos viviendo en el día a día, si eso corresponde a las exigencias del evangelio de Jesús. ¿Qué está pasando con la opción por la vida del pequeño que todavía no nace? ¿Es lícito, justo, coherente apoyar una terrible ley de aborto?  ¿Puede un católico soslayar una definición moral de tanta trascendencia? ¿Acaso el aborto y la eutanasia no son también un abuso terrible que pesa sobre el inocente e indefenso? ¿Por qué se reduce todo sólo al abuso sexual, de poder y de conciencia? 

                Del evangelio según San Juan 6, 41-51

                Seguimos con el extraordinario capítulo 6 de San Juan. Estamos en el segundo diálogo de Jesús con los judíos: Jn 6, 41 – 51. Mejor dicho es una discusión, una polémica.  Notemos que en el texto de este domingo los interlocutores de Jesús ya no son la gente sino “los judíos”. Este cambio le da al texto un ribete de confrontación, de rechazo a la propuesta de Jesús. Ellos ya no hablan más con Jesús sino polemizan sobre Jesús.  La actitud de este grupo nos recuerda a los israelitas en el desierto que también murmuraban contra Moisés y Aarón.                                                                              

                El motivo de la murmuración es la doble declaración de Jesús: “Yo soy el pan de vida “(v. 35) y “Yo soy el pan bajado del cielo” (v.38.41). Ambas afirmaciones provocan el malestar y rechazo de parte de la gente. Pero san Juan señala este rechazo con la palabra “los judíos”, los adversarios manifiestos del Mesías y empiezan a aparecer a partir de este v. 41. El tema de fondo es que no quieren creer que Jesús es el Hijo de Dios, aunque han captado muy bien lo que Jesús ha dicho. La murmuración es un antiguo modo de rechazo que ya aparece en la historia de Israel contra Moisés en el desierto. También allí los israelitas rechazaron el maná porque era un alimento insípido y escaso, ahora sus descendientes, los judíos, rechazan a Jesús, el hijo de José, por su origen humilde como dice el v. 42: “Conocemos a  su padre y a su madre, ¿cómo se atreve a decir que ha bajado del cielo?”. Su incredulidad, su incomprensión de la revelación tienen su origen en las pretensiones del Nazareno de hacerse igual a Dios (Jn 5,18), es decir, del escándalo de la encarnación del Hijo de Dios. No aceptan esta verdad porque ellos conocen el origen humano de Jesús. Entonces hay una contradicción entre la procedencia terrena de Jesús que dicen conocer y lo que Jesús dice de sí mismo: “Yo he bajado del cielo”.  La misma pregunta de los judíos deja claro que ellos no pueden creer que eso sea verdad.

                La respuesta de Jesús (vv. 44 – 47) evita una discusión con sus adversarios y les ofrece una ayuda en base a una extensa reflexión. Comienza invitando a los judíos a no seguir murmurando (v. 43). De inmediato les plantea el tema de la dureza del corazón que está en la base de no creer en Jesús como el Hijo de Dios: “Nadie puede aceptarme, si el Padre, que me envió, no lo atrae; y yo lo resucitaré el último día” (v. 44). Es la primera condición para creer: ser amados y atraídos por el Padre. La fe o creer no es una decisión del hombre sino un don que procede de Dios y que impulsa al hombre a acoger a Jesús. La fe nace del amor de Dios a la humanidad; ese amor divino es el que atrae al  hombre a Jesús, el Hijo de Dios.                                                                                                  

                La segunda condición es la docilidad. Dice Jesús: “Está escrito en los  profetas: Y todos  serán instruidos por Dios; todo el que escucha al Padre y recibe su enseñanza, me acepta a mí” (v.45). El que quiere ser instruido por Jesús, el Profeta de Nazaret, debe dejarse  instruir por Dios, lo que significa dejarse “atraer” por Jesús. No son los  signos y prodigios que realiza Jesús los que llevan a la fe sino la docilidad para dejarse amar, ser atraídos, por el Padre y esto significa ser amados y atraídos por Jesús cuando escuchándolo descubrimos  que en su persona permanece la palabra del Padre. Escuchar a Jesús quiere decir ser enseñados por el mismo Padre. En la plenitud de los tiempos, es decir, el tiempo de Jesús, toda persona es atraída hacia el Hijo de Dios para establecer con Él una alianza nueva e interior. Por eso, con Jesús se abren para todos las puertas de la salvación para que todos puedan entrar, pero la condición esencial sigue siendo dejarse atraer por él y escuchar su palabra con docilidad y prontitud.  Jesús exige una fe incondicional que no depende de los cálculos humanos ni de la iniciativa humana ni de los méritos de la persona. La fe nace de esa atracción interior que el Padre suscita en el hombre. La iniciativa es divina y no obedece a un determinismo arbitrario. Dios atrae sin anular, Dios atrae contando con la condición de su creatura, abierta al diálogo, en libertad y en amor.

                Un signo concreto de esta relación con el Padre es precisamente el ir a Jesús y creer en Él. Dice el texto: “Solamente aquel que ha venido de Dios ha visto al Padre” (v.46). Ningún ser humano puede pretender “haber visto al Padre” o tener una experiencia directa de Dios para creer en el Hijo de Dios. Sólo el Hijo ve directamente al Padre porque “ha venido de Dios”. Felipe le pide a Jesús que les muestre al Padre y Jesús le respondió simplemente: “Felipe, el que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). El Padre atrae e instruye en el Hijo, porque el acceso a Dios se tiene sólo en Jesús y cada ser humano puede conocerlo mediante su testimonio personal en el Espíritu. Y así surge la fe en Cristo. Esta fe incondicional en Cristo trae como consecuencia la vida eterna, la resurrección en el último día. Jesús es el único revelador del Padre ya que nadie ha visto jamás a Dios. “No es que alguien haya visto al Padre, sino el que está junto al Padre; ése ha visto al Padre”. v.46. Esta es la razón por la que Jesús exige una fe incondicional: él es el testigo único de esa intimidad con el Padre y sólo acogiéndolo a él podemos acceder a la Vida, es decir, acceder nuevamente al misterio de Dios.

                Los vv. 48 – 51 son la conclusión donde Jesús reafirma que es el pan de vida, es “el pan que baja del cielo”, que quien lo coma ya no muera sino que tenga la vida. La última frase del v. 51: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” es el punto culminante del evangelio de hoy. La persona de Jesús es el pan que el Padre regala a la humanidad para que tengamos vida y vida en abundancia.

                Así la eucaristía no se reduce a ritos y ceremonias, aunque sean necesarios. Su universo de significación es la relación del Dios Eterno manifestado en su Hijo y en el Espíritu con el hombre, su creatura. Jesús, en su persona, divina y humana, restablece la comunión que nadie más puede recomponer. La eucaristía es el puente, Jesús es el puente, por donde podemos volver a los brazos del Padre y de la fraternidad restaurada.

                ¡Qué bello es el camino de nuestra fe cristiana católica! La Palabra nos conduce por medio de Jesús al anhelado puerto de nuestra comunión con Dios, Nuestro Padre. 

                                               Un saludo fraterno.                       

                                               Fr. Carlos A. Espinoza I., O. de M.

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